Uno de los aspectos más
preocupantes respecto a la muerte tiene que ver con las dificultades que pueden
aparecer en el tránsito de este mundo: se teme que el que va a abandonarlo
sufra una terrible agonía. Esto va a generar una serie de actuaciones en las
que lo sagrado y lo profano se unen en cuanto a los objetivos que se pretenden,
pero se distancian en cuanto a las formas que se emplean.
En la vida
cotidiana, las personas cumplían con todas las ceremonias que la Iglesia
propugnaba, pero al margen de éstas se
producían otras actividades más cercanas a sus formas de pensar, menos
trascendentales y religiosas pero que esconden un deseo: facilitar la muerte.
Parece que lo más esencial o lo que más se desea es que los que se encuentran
en el trance de abandonar esta vida lo hagan con rapidez, que no les cueste
dejar su alma libre del cuerpo y que alcancen la paz verdadera. En este caso me
refiero a una idea que subyace en casi todos los ejemplos: al alma le cuesta abandonar el cuerpo. En muchos de los diálogos que se producen en
sueños con personas muertas encontramos algunas respuestas que evidencian lo
que he afirmado. Cuando se pregunta cómo fue el momento de la muerte la
respuesta es: “En la agonía me parecía
que todo el mundo era una gran piedra que oprimía mi pecho”[1].
[1] IC. Heisterbach. Duodécima Distinción LII. Quizá el
comentario a esta respuesta es el que nos interesa ya que dice: “Las palabras
de este converso concuerdan con los que dicen que no hay en este mundo un
castigo más amargo que la separación del alma del cuerpo”.
Ese miedo sigue patente hoy día y mayor por parte de los no creyentes, de quienes piensan que es el fin de todo.
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