Hidelgard von Bingen[1],
que en sus numerosas visiones ve, oye y casi diríamos que penetra en los
misterios de Dios. La posibilidad de acceder a este estado se produce en el año
1141. Ella tiene ya cuarenta y dos años, y relata cómo “vino del cielo abierto una luz ígnea que se derramó como una llama en
todo mi cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho”. Con toda seguridad
pensamos que esa llama sería fuego que la quemaría, pero no: siente el mismo
calor que proporcionan los rayos del sol y “de
pronto comprendí el sentido de los libros, de los salterios”. Su ánimo ha
penetrado en los misterios. Parece evidente que ella, Hidelgarda, era una
persona idónea para acercarse a esas visiones como lo demuestran los ejemplos
que siguen.
“Desde mi infancia, cuando todavía no
tenía ni los huesos, ni los nervios ni las venas robustecidas hasta hora, que
ya tengo más de setenta años, siempre he disfrutado del regalo de la visión de
mi alma. En la visión mi alma asciende, tal como Dios quiere, hasta la altura
del firmamento y hasta el cambio de los diversos aires, y se esparce entre los
pueblos diversos, en lejanas regiones y en lugares que son para mí remotos. Y
como veo estas cosas de este modo, las contemplo según el cambio de las nubes y
de la otras criaturas. No oigo estas cosas ni con los oídos corporales, ni con
los pensamientos de mi corazón, ni percibo nada por el encuentro de mis cinco
sentidos, sino en mi alma, con los ojos exteriores abiertos, de tal manera que
nunca he sufrido la ausencia del éxtasis. Veo estas cosas despierta, tanto de
día como de noche. Y con frecuencia estoy atada por enfermedades y atenazada
por fuertes dolores, hasta tal punto que amenazan con llevarme hasta la muerte.
Pero hasta ahora Dios me ha sustentado…
La luz que veo no pertenece a un lugar. Es mucho más resplandeciente que
la nube que lleva el sol, y no soy capaz de considerar en ella ni su altura ni su longitud ni anchura. Se me
dice que esta luz es la sombra de la luz
viviente y, tal y como el sol, la luna y las estrellas aparecen en el agua, así
resplandecen para mí las criaturas, sermones, virtudes y algunas obras de los
hombres formadas en esta luz”[2].
[1] Hidelgard von Bingen, “Vida y visiones”. Madrid, 1997. Estamos ante uno de los ejemplos
más importantes en cuanto al aspecto que vengo señalando, porque según lo que
ella nos relata lo que escribe es por mandato del Cielo, y lo que percibe sabe
y escribe no se realiza en una situación normal. Ella misma dice que cuando
esto le pasó, podía comprender casi todo a pesar de que no conocía la explicación
de las palabras del texto, ni la división de las sílabas, ni los casos, ni los
tiempos.
[2] Ibídem: carta al monje Guibert (1175).
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