sábado, 29 de junio de 2013

Los éxtasis

Hidelgard von Bingen[1], que en sus numerosas visiones ve, oye y casi diríamos que penetra en los misterios de Dios. La posibilidad de acceder a este estado se produce en el año 1141. Ella tiene ya cuarenta y dos años, y relata cómo vino del cielo abierto una luz ígnea que se derramó como una llama en todo mi cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho”. Con toda seguridad pensamos que esa llama sería fuego que la quemaría, pero no: siente el mismo calor que proporcionan los rayos del sol y “de pronto comprendí el sentido de los libros, de los salterios”. Su ánimo ha penetrado en los misterios. Parece evidente que ella, Hidelgarda, era una persona idónea para acercarse a esas visiones como lo demuestran los ejemplos que siguen.
Desde mi infancia, cuando todavía no tenía ni los huesos, ni los nervios ni las venas robustecidas hasta hora, que ya tengo más de setenta años, siempre he disfrutado del regalo de la visión de mi alma. En la visión mi alma asciende, tal como Dios quiere, hasta la altura del firmamento y hasta el cambio de los diversos aires, y se esparce entre los pueblos diversos, en lejanas regiones y en lugares que son para mí remotos. Y como veo estas cosas de este modo, las contemplo según el cambio de las nubes y de la otras criaturas. No oigo estas cosas ni con los oídos corporales, ni con los pensamientos de mi corazón, ni percibo nada por el encuentro de mis cinco sentidos, sino en mi alma, con los ojos exteriores abiertos, de tal manera que nunca he sufrido la ausencia del éxtasis. Veo estas cosas despierta, tanto de día como de noche. Y con frecuencia estoy atada por enfermedades y atenazada por fuertes dolores, hasta tal punto que amenazan con llevarme hasta la muerte. Pero hasta ahora Dios me ha sustentado…
  La luz que veo no pertenece a un lugar. Es mucho más resplandeciente que la nube que lleva el sol, y no soy capaz de considerar en ella ni su  altura ni su longitud ni anchura. Se me dice  que esta luz es la sombra de la luz viviente y, tal y como el sol, la luna y las estrellas aparecen en el agua, así resplandecen para mí las criaturas, sermones, virtudes y algunas obras de los hombres formadas en esta luz”[2].




[1] Hidelgard von Bingen, “Vida y visiones”. Madrid, 1997. Estamos ante uno de los ejemplos más importantes en cuanto al aspecto que vengo señalando, porque según lo que ella nos relata lo que escribe es por mandato del Cielo, y lo que percibe sabe y escribe no se realiza en una situación normal. Ella misma dice que cuando esto le pasó, podía comprender casi todo a pesar de que no conocía la explicación de las palabras del texto, ni la división de las sílabas, ni los casos, ni los tiempos.
[2] Ibídem: carta al monje Guibert  (1175).

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