Edad Media, el gran acontecimiento de la muerte en
una familia. La ciudad vive la muerte de sus vecinos y en cierta manera se
anuncia. Con frecuencia, los que deambulan por la calle saben con certeza que
alguno de sus vecinos va a morir porque han visto al sacerdote alumbrado,
vestido de ritual con sobrepelliz y estola, que lleva la sagrada forma en sus
manos con suma reverencia. Su camino a la casa del que muere va señalado por el
toque de la campanilla, y los ciudadanos a su paso van dejándose caer de
hinojos. La muerte levanta el dolor de las familias, que lloran y gritan,
aunque está prohibido por la Iglesia, ya que supone demostrar un comportamiento
muy cercano a la idolatría. Sin embargo, se grita porque la familia siente la
muerte del ser querido, no se resigna y manifiesta su dolor con fuerza. La
enfermedad se instaló entre ellos y no sabemos hasta qué punto se acepta como
un signo de Dios y con resignación. Sí se sabe que, aceptado o no, las familias
ponen todo de su parte para aliviar y curar al enfermo. Es competencia del
médico, que actuará hasta que las medidas se tornen ineficaces y, por lo tanto,
haya que llevar a cabo las obligaciones que todo buen creyente debe cumplir,
bien por su creencia o bien porque siente miedo ante lo que llega. En la toma
de conciencia de esta obligación es posible que intervenga el médico: “La naturaleza había perdido su imperio, y
donde la Naturaleza no quiere trabajar, lo único que se puede hacer es despedir
al médico y llevarse al hombre a la iglesia”[1].
Otro abrazo que se hace real
Hace 2 días
No ha cambiado tanto en el medio rural el antes con el ahora, sin ese cortejo anunciándose con campanilla. En los pueblos todos los vecinos están tanto del estado de salud de la gente, sobre todo cuando ya consideran que ha entrado en trance de muerte; luego repicarán las campanas confirmando el acto.
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