Con horror ha escuchado el obispo las
agresiones físicas que se infligían entre ellas. En algunos momentos pudo
parecerle, al escucharlas, que estaban leyendo artículos de los libros
jurídicos donde se especificaban las penas que se darían por cometer ciertos
delitos. Pero no hacía falta irse tan lejos, el propio fuero de Zamora lo tenía
bien especificado. Pegar en la cara, hacer sangrar, arrastrar por el suelo,
todo esto se castigaba. En este monasterio todo esto se producía con creces. Se
abofeteaban las caras, se arañaban, se hacían sangre, se arrastraban por las piernas y sobre estas
brutalidades no había habido ningún castigo. Y cuando le parecía que nada más
podía darse en ese convento al preguntar sobre los rumores que corrían en la
ciudad, supo que le quedaban por oír más cosas, lo más terrible ; porque
en ese convento, las monjas que tenía delante,
al menos tres , mantenían
relaciones amorosas con los dominicos; con todo detalle lo había relatado María
Martínez.
Don Suero debió de quedar
sin pronunciar palabra. Sólo escuchaba, y quizá había observado las caras
insolentes de la monjas rebeldes, para comprobar que no se ruborizaban ni una sola vez. Había
escuchado la petición de ayuda de la priora, él había callado y una vez
terminada la información había levantado acta de todo lo que allí se dijo. El terrible momento de don Suero
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